el gato se para frente a la lámpara y proyecta en la pared una sombra demasiado perfecta para un domingo. no habría que sospechar nada, de no ser por el silencio casi eléctrico que cubre todas las cosas como una fina película plástica. la playa o la casa en el medio del campo ni siquiera son un recuerdo, sino más bien una idea, tanto que al rascarlas un poco comienzan a destejerse de consonantes.
que se metió dentro mío, palomita
la primera vez que se dobló sobre la tipa ya fue gol. de la segunda no piensa dar los detalles, dice, pero después los da. baja del auto con la guitarra en la espalda y el diablo más pícaro detrás de los ojos, es todo química y simpatía. yo lo veo venir de lejos, a los saltos, preguntando por el amor y la cerveza. le indico la heladerita y así se va, como se van los pájaros: cantando más por el pico que por las melodías o las ganas de decir.
es un árbol de tristezas
doscientos veinticinco miligramos pesa, palabras más palabras menos, la suma del tiempo que no vuelve, el abuelo-héroe muerto, emprender y arruinarlo y emprender y arruinarlo, no saber qué hacer con el lenguaje, ser un turista.
que florece con el vino, ay vidita
lou me cuenta la noche y yo escucho algo así como una película. no hay nada demasiado histriónico, pero tampoco nada familiar. los gatos tiran mis llaves al suelo. sorpresa. me pregunto si esto es jugar de visitante: no reconocer ni el ruido de tus llaves, o de tus frases cuando te cuentan anécdotas en las que no podés negar haber estado.